Hace pocos días, el Papa Benedicto XVI hizo pública su importante decisión de extender a la Iglesia universal el culto litúrgico en honor de Santa Hildegarda de Bingen, en lo que se denomina “canonización equivalente”. Esta decisión pontificia abre las puertas a la posibilidad, mencionada hace algunos meses, de que la mística renana sea declarada doctora de la Iglesia por el Santo Padre. Presentamos nuestra traducción de una entrevista de Radio Vaticana al Cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.
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En realidad, Hildegarda era considerada santa desde hace siglos. Recientemente, el mismo Papa Benedicto XVI había dedicado a la abadesa renana dos catequesis y había comenzado diciendo: “También en aquellos siglos de la historia que habitualmente llamamos Edad Media, muchas figuras femeninas destacaron por su santidad de vida y por la riqueza de su enseñanza. Hoy quiero comenzar a presentaros a una de ellas: santa Hildegarda de Bingen, que vivió en Alemania en el siglo XII”.
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Y entonces: ¿quién era Hildegarda de Bingen y por qué este reconocimento oficial de su santidad?
Digamos, en primer lugar, que el caso de Hildegarda de Bingen es muy singualr, al menos, por dos motivos. El primero concierne al momento histórico particular, en el que aún no se había concluido definitivamente el paso de la canonización episcopal a la pontificia. En consecuencia, los primeros pasos realizados para la canonización, inmediatamente después de la muerte de la abadesa renana (1179), se refieren todavía a un clima de transición.
El segundo motivo es dado por la enraizada y común convicción de la santidad de Hildegarda de Bingen, convicción que no se ha interrumpido prácticamente hasta nuestros días y que hace referencia a una canonización de facto de la mística renana, aún no habiendo sido nunca proclamada santa de iure. Las fuentes biográficas, tanto las contemporáneas como las sucesivas a su muerte, hablan claramente de ella como “sancta” o “beata”. La convicción de su santidad fue reforzada ulteriormente por la veneración reservada a su tumba y a sus reliquias, y también por el culto litúrgico a ella tributado, con la aprobación de las autoridades eclesiásticas, no sólo en Maguncia, sino también en Tréveris, Spira y Limburgo, y en toda la Orden Benedictina. Desde entonces, y hasta nuestros días, su nombre se encuentra reportado tanto en los martirologios locales, como en los oficiales de la Iglesia Romana, y siempre acompañado del apelativo de “santa”.
Por otra parte, además de los tres papas que tenían la clara intención de proceder a la canonización de Hildegarda de Bingen – es decir, Gregorio IX, Inocencio IV y Juan XXII -, no faltan Sumos Pontífices que la designan con el apelativo de “santa”, como Clemente XIII, Pío XII y, como ya hemos visto, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Tal convicción común y generalizada ha hecho considerar implícitamente no necesario o del todo superfluo, o bien ya adquirido, un procedimiento específico para la canonización de Hildegarda de Bingen, comúnmente considerada ya canonizada.
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¿Cómo se ha procedido para regularizar esta situación?
Benedicto XVI, constantando la existencia desde tiempo inmemorial de una sólida y constante fama sanctitatis et miraculorum, ha procedido a la así llamada canonización equivalente, según la legislación de Urbano VIII (1623-1644), luego definitivamente teorizada por Prospero Lambertini, luego Papa Benedicto XIV (1740-1758). En la canonización equivalente, “el Sumo Pontífice manda que un Siervo de Dios – que se encuentra en posesión antigua de culto y sobre cuyas virtudes heroicas o martirio y milagros es constante la común declaración de historiadores dignos de fe […] – sea honrado en la Iglesia universal con el rezo del oficio y la celebración de la Misa en algún día particular, sin ninguna sentencia formal definitiva, sin ningún proceso jurídico previo, sin haber realizado las habituales ceremonias”.
Esta canonización equivalente de Hildegarda de Bingen ha tenido lugar con la decisión del Papa Benedicto XVI del 10 de mayo de 2012. Ejemplos de “canonizaciones equivalentes” son enumerados por Prospero Lambertini en el capítulo XLI del libro I de su opus magnum. Él cita, por ejemplo, los casos de los santos Romualdo, Norberto, Bruno, Pedro Nolasco, Ramón Nonato, Juan María de Mata, Felix de Valois, Margarita de Escocia, Esteban de Hungría, Wenceslao de Bohemia, Gregorio VII y Gertrudis la Grande.
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¿Qué nos puede decir de su vida?
Hildegarda de Bingen nació en el 1098 en Bermersheim, en una familia de nobles y ricos terratenientes. A la edad de ocho años fue aceptada en calidad de “oblata” en la clausura femenina vinculada a la abadía benedictina de San Disibodo, donde tomó el velo en torno al 1115, emitiendo su profesión monástica en manos del obispo Otón de Bamberg. En 1136, Hildegarda, ya con treinta y ocho años, fue nombrada “magistra”, orientando su espiritualidad sobre la raíz benedictina del equilibrio espiritual y la moderación ascética.
En torno al 1140 se intensificaron sus experiencias místicas y sus visiones, descritas e interpretadas luego con la ayuda del monje Volmar en el Scivias y en otros de sus escritos. En la incertidumbre inicial sobre el origen y el valor de sus experiencias y visiones, ella se dirigió en busca de consejo, en torno al 1146, a Bernardo de Claraval, de quien recibió plena aprobación, y entre noviembre de 1147 y febrero de 1148, por medio del obispo Enrique de Maguncia y el abad Kuno de San Disibodo, al Papa Eugenio III, entonces en Tréveris, del cual obtuvo prácticamente una confirmación pontificia de sus visiones y escritos.
Luego, ante el aumento numérico de las monjas, debido sobre todo a la gran consideración atribuida a su persona, y en presencia de algunos contrastes con los vecinos monjes benedictinos de San Disibodo, en torno al 1150 fue posible para Hildegarda fundar, también utilizando sus bienes familiares y el apoyo económico de la rica familia von Stade, un monasterio propio en San Ruperto, en la confluencia del río Nahe con el Rin, cerca de Bingen, donde se trasladó junto a veinte monjas, todas de extracción noble. En 1165, tanto a causa del gran número de solicitudes de ingreso como sobre todo para permitir también a las candidatas no nobles acceder a la vida monástica benedictina, Hildegarda fundó en Eibingen, en la orilla opuesta del Rin, un nuevo monasterio, utilizando y reestructurando un viejo edificio, que había pertenecido a los agustinos, e instaló allí una priora para la admistración común. De ambos monasterios, de San Ruperto y de Eibingen, ella era la única abadesa: aún residiendo normalmente en San Ruperto, iba dos veces por semana en barco al monasterio de Eibingen para asegurar a sus dos fundaciones unidad de dirección espiritual, de dirección administrativa y de gobierno.
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¿Qué decir de la santidad de Hildegarda?
En Hildegarda existe una extrema consonancia entre sus enseñanzas y su vida real. Al comienzo de su primera obra, el Scivias, Hildegarda ve el temor de Dios como sumo ideal monástico según la Regla Benedictina. El timor Domini se acompaña por las otras virtudes, particularmente importantes en la vida monástica, como la humildad, la obediencia, la castidad, junto a los pilares de todo creyente, que son la fe, la esperanza y la caridad. Después del timor Domini, está la discretio, la moderación, que no es fruto del esfuerzo humano sino de la acción divina en el hombre: “El hablar discreto consiste en que los monjes, en las principales consultas comunes, se expresen modice ac breviter y que en su convivencia fraterna se dirijan mutuamente palabras que quieren ser comprendidas como expresiones de amor que están orientadas al afecto fraterno”.
Como autora de los escritos sobre sus visiones, como abadesa de la comunidad de hermanas benedictinas, como personalidad destacada en contacto frecuente con los personajes de su tiempo, ella se convirtió cada vez más en un personaje público. Por lo cual todos, hermanas y personas externas, podían verificar la coherencia entre sus palabras y sus comportamientos. Fue esta virtuosidad concreta que impulsó a Teodorico de Echternach a componer la Vita Sanctae Hildegardis, que fue hecha precisamente para hacer conocida la vida ejemplar y santa de Hildegarda. Y en esta biografía aparece su edificante actitud sobre todo en el monasterio, con las virtudes de la caridad hacia todos, de la virginidad, de la humildad, de la modestia, del silencio, de la paciencia. Ella ardía de caridad y de celo. De modo particular practicó la virtud de la humildad, experimentada no sólo en la formas y en los grados del artículo 7 de la Regla Benedictina, sino también en la aceptación devota de la debilidad física y del sufrimiento, que la hicieron capaz de recibir los dones extraordinarios de la gracia. Antes aún que en el exterior, su vida era devota y agradable a Dios en lo escondido del monasterio de San Disibodo, primero, y luego en el propio de San Ruperto. El benedictino Guilberto de Gembloux (1124-1214), en una carta a su amigo Bovo, expresa sus impresiones sobre Hildegarda y sus monjas diciendo, entre otras cosas, que en el monasterio hay tal concentración de virtudes, entre la madre que abraza a sus hijas con tanta caridad y las hijas que se someten a la madre con tanta reverencia, que es difícil discernir si en este celo recíproco es la madre quien supera a las hijas o viceversa.
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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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